sábado, 24 de abril de 2010

Recordando a mi padre (Don Miguel)

En esos momentos

Un reclinable verde perfectamente gastado por el constante uso, por el persistente tiempo, y cubierto por una toalla amarillenta con manchas negras disformes, que trata de ocultar el deteriorado estado del sillón, sirve de espera para mi padre, quien lo diría, calladito y quieto con sus ojos casi siempre ocultos en un sueño sin fin. El tiempo se apresuró sobre él, sobre su encorvada mano, sobre su olvidada memoria, a su espalda, una pared cubierta de baldosas quince por quince de diseño geométrico que su ingenio hizo posible, imponiendo su fascinante y muchas veces temido carácter, sobre su destino, sobre la severidad de su vida. Su mirada, que nos vio lentamente crecer, año tras año, mientras nosotros le veíamos envejecer, año tras año, sin saberlo, luce apagada, a media asta, por momentos impertérrita se fija sobre el rugoso techo, "que se quiere caer", otras tantas, en un paneo parsimonioso va detectando todos esos "malignos soldados" que lo persiguen, todos esos "pérfidos soldados" que nunca vemos, pero están ahí, en su nuevo mundo donde nos está vedado llegar, quizás por ese eterno capricho suyo de protegernos, de evitarnos a toda costa, su idea muchas veces errada de el mal, de nada le valió, el mundo sigue siendo el mismo que quiso ocultarnos.

-Hilda, murmura recurrentemente con su gastada voz, como diciéndolo todo, como si fuera entendible lo que quiere. El, que antes nos indicaba el único camino que quería que camináramos, hoy espera nuestros hombros para que lo sobrelleven en su cansado paso, en su debilitada supervivencia; hoy espera las manos sempiternas de su compañera de siempre, La misma que en un 24 de marzo de 1956 se perpetuara en aquellas fotos en blanco y negro que daban comienzo a su historia juntos, a nuestra historia.

A veces cruzamos nuestras miradas, a veces cruzamos nuestras palabras sobre él y nos reímos, por no llorar, de su laborioso afán, otras veces el nudo en la garganta nos debilita hasta inclinarnos la cabeza sobre los hombros.

En esos momentos cuando nuestros ojos quieren decir su verdad, el recuerdo de cada unos de esos días, en que intentó no se si en vano, de ser el mejor de los ejemplos, nos da la fuerza necesaria para levantar nuevamente la mirada y tratar de imponernos sobre el destino, sobre la severidad de la vida, como él nos enseñó que se podía.

En esos momentos cuando la memoria refresca su imagen inquebrantable, su sonrisa sincera, la rigurosidad de su mirada reprimiéndonos, comprendo que su ejemplo valió la pena.

Ramón J. Olio Guzmán

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